Era algo inevitable, algo para lo que nadie te prepara: limpiar la casa de tus padres cuando se han ido para siempre. Se armó de valor, escoba, cloro, trapeador, cajas de cartón, bolsas de basura, paciencia y un fin de semana largo para la tarea. Los accidentes son así, no te dejan decir un buen adios, no en la morgue, no en la funeraria; la última cena familiar se recuerda como otra más, con sus evasivas, sus lugares comunes, con su falta de cercanía y complicidad.
Estar ahí, admirando la coquetería senil de los afeites y ajuares de su madre, tan dama ella toda la vida; la pulcritud marcial de su padre, académico de pies a cabeza; el legado de libros escogidos y preservados con cuidado, y de repente, un puñado de libros que rompían con la temática de todos los demás: “La experiencia homosexual”, “Una historia natural de la homosexualidad”, “Masculino y femenino” y otros más, subrayados, ajados de tanto leerse.
Rompió a llorar lamentando lo poco que se había abierto a ellos en los últimos años, apenas descubriendo lo mucho que habían hecho por entenderlo a él, y les dio un adios que no podía ser ni completo ni definitivo, porque pasaría mucho tiempo más del previsto en ese lugar, determinado mejor que a despedirse, a conocerlos por fin.
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06 de February de 2017 / 06:15
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