Sentado en una de las mesitas sacó la pipa y la llenó con esmero. La encendió. Después de tres bocanadas se quedó mirando alrededor en aquel sitio, lugar de encuentro de los artistas de la Belle Époque. Ahí estaban sus cuadros, exhibidos finalmente en París junto a los de otros pintores de más fama. Aspiró profundo. Disfrutaba el momento, el aroma del tabaco, del café. Minutos después, luego de despedir a otros parroquianos, apareció su amiga, la dueña. Mientras contaba el dinero recibido, Vincent preguntó cuánto debía pagarle por tener su obra en exhibición. Ella le respondió con sorna; le apostó una oreja a que no tendría suficiente para pagar lo que le pediría.

Como era hombre de palabra, perdió.
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