La escuchaba en todos lados. En las estrellas, los girasoles o hasta en el sonido que hacían sus zapatos al caminar. Era como si un mosquito le estuviera reproduciendo su sinfonía a toda hora en el oído derecho.

Siempre insistente. “Ponle más amarillo”. “Le falta otro tulipán”. “Retrátate más serio”. “Dibuja a esa prostituta”.

Con tantas exigencias, era imposible seguirle el paso. Mucho de lo que le entraba por un oído, salía casi inmediatamente por el otro. Apenas y lograba plasmar en los lienzos unas cuantas imágenes.

Frustrado por todas las ideas escapadas, tomó la navaja para afeitar y le pidió una disculpa a su oreja izquierda, convirtiéndola en el sacrificio necesario para resguardar en su cabeza toda la creatividad que le era transmitida.

Nunca se imaginó la falta que le haría esa oreja. Tanta fue la carga de todo lo que se le acumulaba en el cerebro, que lo hizo terminar demente.

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