En ese panteón particular yacen toda clase de cosas, desde los primeros juguetes hasta su última computadora, que apenas asoman bajo capas de polvo que las cubre sin misericordia. En otro sector, donde están las lápidas de quienes ya se fueron, los graffittis, que se desdibujan con el tiempo y la lluvia, ilustran amores y desencuentros, aventuras y viajes, y los recuerdos de haber vivido una época de avances, descubrimientos y profundos cambios políticos y sociales.

En la última sección, que es la única abierta al público, no hay nada interesante y los muros lucen pálidos y desganados. Ni siquiera queda el recuerdo del lugar donde quedó el plato con fruta que comía hace unos minutos, menos aún si era fruta o acaso un pan, aunque en su paladar subsiste un ligero sabor a queso.