Reseña de Museo del Tiempo y otras ficciones


Reseña por Luis Bernardo Pérez
2019-07-18

A Marcial Fernández lo conocí en el Pleistoceno. Ambos estudiábamos Filosofía en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, pero nunca coincidimos en la misma aula. No teníamos amistades en común y nuestros intereses, salvo los literarios, avanzaban en distintas direcciones. Ocasionalmente nos encontrábamos en los pasillos de la facultad o nos saludábamos de una mesa a otra en la vieja cafetería de la librería Gandhi

Si entonces me hubiera dicho que Marcial terminaría siendo uno de mis mejores amigos no lo habría creído. De hecho, si alguien me hubiera preguntado entonces cuál de todas las personas con las cuales me relacionaba en esos años seguiría frecuentando en el futuro, hubiera apostado por dos o tres compañeros que después ya no volví a ver. Algunos de ellos se cambiaron de ciudad o de país, otros cometieron la descortesía de morirse y la mayoría simplemente se fue desvaneciendo hasta volverse tan borrosa como muchas de las cosas que me ocurrieron en los años ochenta.

Hacia el final de la licenciatura yo dirigía una revista de filosofía que hoy, por suerte, ya nadie recuerda. En las páginas de esta publicación aparecieron algunas de las primeras minificciones de Marcial, así como un ensayo sobre vampiros de Mónica Villa. Si aquella revista, engrapada, fotocopiada y pretenciosa, tiene algún valor para mí es porque fu el medio por le cual conocí a Marcial y a Mónica.

Luego vino la aventura de Ficticia, la ciudad virtual que imaginó y llevó a la realidad Marcial y a la que me invitó a formar parte. Fui uno de los ciudadanos fundadores y allí publiqué algunos de mis cuentos. Y fue bajo el sello de Ficticia, en la Colección de Cuento Anís del Mono, que publiqué dos de mis libros. Libros que quiero mucho porque nacieron bajo el signo de la amistad y la generosidad.

Marcial Fernández entiende que el ejercicio de la narrativa, larga o corta, constituye en estos tiempos un acto de fe, una necedad, una impertinencia y una locura. Locura necesaria para no volverse aún más loco en el país de las fosas clandestinas, los secuestros, el huachicoleo, los recortes al sector cultural y las cuartas transformaciones.

El más reciente libro de Marcial Fernández, Museo del tiempo y otras ficciones, es un nuevo acto de fe, otra necedad, otra impertinencia y otra locura de un autor que sigue creyendo que escribir vale la pena, aunque vivamos en una sociedad en la cual a la gente no le interesa leer y en la que cualquiera esta dispuesto a comprar un celular de cinco mil pesos, pero considera que un libro de doscientos pesos es caro. Por cierto, seguramente escucharon la reciente noticia de unos ladrones que se robaron un camión cargado de libros en Jalisco y más adelante lo abandonaron porque descubrieron que contenía libros; o del tráiler de la Secretaría de Educación Pública que transportaba libros y que se volcó en el kilómetro 143 de al autopista Xalapa-Perote sin que se registrara ningún acto de rapiña (al parecer lo único que les interesó a los lugareños que se acercaron fueron las cajas de cartón donde venían empacados los libros).

Sea como fuere, quienes estamos aquí agradecemos el nuevo libro de Marcial, pues sus cuentos siempre serán bienvenidos. Pero también porque sus letras son un recordatorio de que la imaginación, la inteligencia y la amenidad son valores que es necesario atesorar hoy más que nunca.

Museo del tiempo y otras ficciones ofrece cuatro historias irónicas y contundentes que muestra la sensibilidad del autor, así como su sentido del humor. Este último se advierte en las descripciones, los diálogos y la recreación de situaciones que revelan la esencial visión del mundo del autor. Los cuatro relatos presentan algunas de las virtudes de la narrativa de Marcial. “Museo del tiempo”, “El descubrimiento del siglo”, “La abogada del Diablo” y “El enano sonriente” se apoyan en premisas de suyo atractivas: un reloj que marca la hora de la muerte del propietario, un video de unos cuantos segundos tomado con un celular que parece mostrar a una criatura mitológica, un autor que deja suelto a uno de sus personajes para que construya el mismo el relato y una especie de duende que atrae a la buena suerte del personaje central. El autor se ocupa de desarrollar tales premisas y llevarlas hasta sus últimas consecuencias mediante la reducción al absurdo, y en el camino nos regala con una serie de peripecias que van de lo fantástico a lo satírico y de allí a lo metaliterario y lo burlesco. Ello da como resultado trabajos sumamente disfrutables que revelan las virtudes de Fernández como anecdotista y su destreza como dialoguista. Ésta última es, por cierto, es una habilidad nada fácil de adquirir y dominar. Los buenos diálogos (los diálogos creíbles, concisos y que contribuyan a hacer avanzar una historia), representan en mi opinión la marca de un cuentista experimentado y Fernández demuestra que lo es.

Un cuento que me llamó la atención de manera particular y que no conocía es “La abogada del diablo”, el cual rompe con la estructura tradicional del cuento clásico. Es un cuento logrado pese a los riesgos que corre el autor. En general abomino de ciertos experimentos que consideran un rasgo de originalidad reproducir chats y conversaciones de WhatsApp y Messenger, pues no suelen dar buenos resultados. En este caso se trata de una excepción. El texto funciona y se convierte en un estimulante juego metaliterario que reflexiona sobre la escritura, los recursos narrativos y los mecanismos de fabulación.

Finalmente debo decir que Marcial es un autor exigente. Lo es con los textos ajenos, pero también y sobre todo con los propios. La misma agudeza, contundencia y originalidad que se advierten en sus ficciones brevísimas aparecen en estos cuentos a los que no parece faltarles ni sobrarles nada. Esto se dice fácil, pero cualquiera que haya pasado pro un taller literario sabe que lo difícil de escribir un cuento es, precisamente, que no parezca difícil, que el resultado luzca natural y espontáneo.

No están ustedes para saberlo ni yo para contárselos, pero les recuerdo que un día de estos ninguno de nosotros va a estar vivo. Más pronto o más tarde (ojalá sea lo último), a todos nos va a llevar la huesuda sin darnos tiempo de desmontar el puesto ni guardar los bártulos. A lo mejor ni siquiera alcanzamos a despedirnos como se debe de los que amamos. Si esto es inevitable, hagamos que momentos como éste también sean inevitables Celebremos como se debe el hecho de estar vivos, con una bebida en la mano, un excelente libro y en compañía de buenos amigos.

Luis Bernardo Pérez

Gracias