El abuelo a veces se volvía loco. Hasta daba miedo porque sus ojos eran pequeños, llenos de sueño siempre y de repente, ¡puf! Se le abrían como bocas de pozo e iba por la casa cual animal enjaulado. A la abuela no la impresionaba y lo ponía sosiego con un baldazo de agua fría; llamándolo viejo calenturiento. Yo no entendía y cuando preguntaba me ganaba mi buena reprimenda: Sáquese de aquí, chamaco de porra.

Echándole seso, los episodios del abuelo siempre pasaban cada quince días, cuando las muchachas del servicio se encaramaban en la escalera para limpiar los techos y las paredes. Bonitas, piernudas, con sus faldas aleteando. ¡Ah, qué diablo del abuelo! ¡Ni tan loco!
Daniela Truman
02 de April de 2020 / 02:22
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Daniela Truman
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