Moneda de mil caras

Como otras tantas noches, desde que Gabriela empeoró, yo dormía con el sueño ligero. Un ruido me despertó. Me aseguré que estuviera en la cama antes de ir a indagar. Para mi sorpresa, era ella misma, hurgando en el refrigerador. La convencí de subir a la recámara y nos acostamos los tres. A poco, oí ruidos en el baño y fui a ver. Bajo el vendaje con papel higiénico, descubrí que también era Gaby. Con dificultad, nos acomodamos los cuatro en la cama. A la mañana siguiente, tocaron a la puerta. Era ella otra vez, escoltada por un policía, que regresaba después de haber salido y extraviarse. Cuando preparé el desayuno, ya no alcancé plato: una más había aparecido de la nada en un momento de distracción.

Para la tarde, la casa parecía residencia estudiantil, con una docena de Gabrielas deambulando, viendo el televisor, leyendo libros al revés, o sentadas en contemplación. Esa noche fue preciso habilitar el cuarto de huéspedes, dos sillones y disponer de un colchón inflable. En nuestra cama King-size éramos seis.

Lo más molesto no era la multitud, pues me acostumbré con el tiempo a multiplicarme, sino que nadie me creyera. Por fortuna, al despertar un día, la pesadilla había terminado. Al voltear al otro lado de la cama comprobé, con cierto alivio, que solo éramos cuatro. Así es la locura de de convivir con la enfermedad de Alzheimer.
Patricia Mejías
01 de April de 2020 / 22:51
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Patricia Mejías
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Patricia Mejías
 

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