Nada tan liberador y reconfortante –especulaba el joven teósofo–, como la desmemoria. Es el juicio final prematuro, abreviado y con sentencia absolutoria para el alma; es sucumbir en vida y ascender al cielo, libre, con un salvoconducto. Los pecados, culpas y remordimientos quedan atrás, olvidados, para iniciar una nueva vida ajena al pasado, en estado de gracia plena.

Al llegar a la vejez, teorías y recuerdos se han desvanecido, y su memoria tiene la misma persistencia que las llamas de cerillos, aquellas que, en pago de su absolución, mantienen encendidas las hornillas del infierno donde sufren quienes están a su lado.
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