Con la llegada de los primeros fríos, te dirigís al armario y buscás en el segundo cajón aquel pulóver verde con filigranas de ositos. Ponés el pulóver sobre la cama y sacás de otro cajón un par de medias gruesas de lana. Luego abrís la puerta con luna y pasás percha tras percha, hasta que das, debajo del guardapolvo, con la camisa leñadora que tanto le agrada. Finalmente, cuando la muda de ropa está completa, apagás la luz y salís de la habitación esbozando una sonrisa casi imperceptible.

Durante días y más días la ropa persiste así, intacta; como intacta perdura tu esperanza de que una mañana, antes del cambio de estación, ya no la encuentres sobre la cama.
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