Los signos eran claros: los pies y la manos se enfriaban con rapidez, el aire helado le picaba en la nariz, las orejas le dolían y estaban casi congeladas.Todo, excepto la razón, le decía que era el invierno más crudo que jamás hubiera vivido. Aunque la paga era buena, en mala hora había aceptado ese empleo. Solo esperaba la hora de que terminara su turno y pudiera salir de la cámara frigorífica para presentar su renuncia.
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El Vico Escarlata
 

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