Al llegar al cuarto caigo rendido sobre la cama. No. Enciendo la luz, me desnudo completamente dejándolo todo en el suelo y luego caigo boca arriba, rendido sobre la cama. Encima se encuentra la ventana de un techo inclinado, y encima, el cielo negro de la noche. No hay luna. En la ventana se refleja la totalidad de mi cuerpo desnudo, recostado sobre la cama. Me examino profundamente. Me miro despacio el cuerpo entero. Me detengo en mis ojos y me pierdo en el reflejo. Y el alma abandona mi carne y se descubre de pronto mirándose desde arriba. Al cuerpo desnudo. Tirado, inerte. Me miro a los ojos desde arriba y me encuentro con mi propia mirada. Me miro a la cara y no la reconozco. Recorro el cuerpo que quedó recostado sobre la cama. Lo examino todo, sin moverme. Atado por las cadenas de un agotamiento de muerte. Solo mis ojos vagan por aquella piel pero siempre que regreso a mirarle el rostro los suyos siguen ahí, penetrando directamente los míos. No está muerto. De pronto me separo de él. El que me mira desde abajo es un extraño. Al que me mira desde arriba no lo conozco. Pero él me conoce. Cada detalle de mi. Por eso no me quita la mirada de encima. Por eso parece tan tranquilo. Se queda mirándome, inmóvil. Me juzga. Me condena. Me reprocha sus pecados. El que me mira ahora es mi dios. El que me mira me acorrala, me aplasta contra la cama. La cama la aplasta contra el suelo. Todo se vuelve un solo plano. Y nos volvemos bidimensionales. Nos oprimimos con la mirada. El gesto serio, el cuerpo inmóvil. Inmóvil recostado sobre la cama. En el techo. En la ventana. En la negra noche.
Pachogan
04 de February de 2020 / 23:08
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Marcial Fernández
 

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