Cuando el alcalde de Barrancas del Pescador salió a la puerta de su casa aquella mañana, notó que su jardín terminaba abruptamente un metro y medio antes. Tuvo que asirse a un farol para no sucumbir al vértigo provocado por la flamante hendidura de unos ochenta metros de profundidad que partía el pueblo en dos. Llamó de urgencia a su chofer y a su secretaria, pero habían quedado del lado opuesto. Acudieron enseguida dos maestras, un periodista y el almacenero de la esquina. “¡¿Qué hacemos?! ¡¿Qué hacemos?!” gritaban, consternados. “Resistir”, contestó el mandamás, a cara de piedra. Inmediatamente declaró inconstitucional la falla geológica e instó a los habitantes a permanecer en sus puestos. Desoyendo sus órdenes, los vecinos de una y otra orilla improvisaron la evacuación. Subido a la tarima de los actos patrios, el funcionario vociferaba: “¡Vuelvan, cobardes! ¿Tienen miedo de que les falte la tierra debajo de los pies?”. Con el éxodo del último contribuyente, vio desmoronarse su carrera hacia la gobernación y el anhelado bastón presidencial. Desde el fondo del abismo, comenzó a cavilar en cómo echarle la culpa al partido opositor.