La promesa

—Felipe, sé que es difícil de aceptar pero, creeme, estás muerto —le dijo Ernesto a nuestro amigo por quinta o sexta vez.

El flaco tenía la mirada perdida en algún punto fuera del bar, y volvió a repetir aquello de que nos estábamos pasando de la raya con la bromita; luego pidió un café bien caliente. Para entonces el amanecer nos aguardaba a la vuelta de la esquina. Ernesto reincidió en su cantinela y Felipe, mirándolo a los ojos, apretó los puños. Temí lo peor.

—Aquí tiene su café —dijo el mozo.

Felipe desarmó los puños, revolvió la infusión y le dio un sorbo.

—¡Está frío! —exclamó, y tendiendo sus manos palmas arriba sobre la mesa, quiso saber—: ¿Cómo, cuándo y dónde ocurrió?

—Ayer, a las siete de la mañana, te opusiste a un asalto mientras esperabas el colectivo en la parada del 223.

Los ojos de Felipe se empañaron.

—Ya recuerdo —susurró, pero no era la primera vez: ya habíamos repetido la escena en varias oportunidades. Sin embargo, en esta ocasión no le soltamos las manos durante el regreso…

Doña Marta, la mamá de Felipe, nos aguardaba en la puerta de la funeraria.

—¡No le vuelvas a hacer esto ni a Dios ni a tu pobre madre! —le exigió al díscolo, y tomando la posta de nuestras manos, lo condujo amorosamente hasta el féretro.

Acto seguido, la mujer nos dio las gracias.

—No hay nada que agradecer —mentimos al unísono y salimos a tomar aire y a fumar.


Habíamos cumplido con la promesa que la vieja nos había arrancado a fuerza de lágrimas, pero también le habíamos fallado a Felipe, que lo único que quería era continuar un poco más por aquí.