Luces y sombras

Como todos los días, Rocío salió a trotar por el parque acompañada de Margot. A poco, descendió una tenue niebla que, conforme recorrían los senderos, se volvía más y más densa. A tal punto que Rocío se cayó de bruces al pisar un pequeño pozo. Seguidamente, pudo oír cómo los ladridos de la perra se perdían en la distancia.

—¡Margot, cariño, acá estoy! —vociferó. Y mientras se sentaba en el suelo, descubrió que la niebla se había vuelto tan cerrada que ni siquiera alcanzaba a ver la luz de su celular.

Quizá porque le dolían las rodillas, quizá porque se sentía repentinamente aislada del mundo, Rocío se largó a llorar. No obstante, unos pródigos y conocidos lengüetazos arrasaron con sus lágrimas.

—¿Se encuentra bien, señora? —quiso saber entonces una voz.

—Sólo un poquito magullada —dijo la mujer al tiempo que aquel hombre la ayudaba a ponerse de pie.

—Déjeme decirle que su perra es muy inteligente: se sentó a mi lado, me agarró con delicadeza de una manga y me trajo hasta aquí. ¿Cómo se llama la sinvergüenza?

—Margot.

—¡Ah, nombre de tango! —exclamó el hombre y puso en manos de la mujer la correa de la perra—. Desafortunadamente, no logré hallar su bastón.

—No se preocupe —dijo Rocío, y se dejó guiar por Margot bajo aquel sol espléndido que inundaba el parque.