En un bosque extraordinario, con nubes rosadas en formas de ardillas, pegasos y colibríes; de manantiales claros en donde hermosas ninfas cantan antiguas melodías, dos unicornios –madre e hija– disfrutan de la paz que les rodea. Tienen sus juegos favoritos: ocultarse entre los árboles o tras los altos setos con frutillas y flores. Correr por el manantial, saltando pequeñas rocas. Echarse en el pasto, revolcarse, hasta quedar quietas, mirando el cielo y disfrutar el vuelo de los pájaros.

Un zumbido lejano obliga a la madre a levantarse rápidamente.
—Las cinco –mira en su celular, volviendo a su cuerpo la tensión y el miedo.
—No, mami –suplica la hija tendida aún en el pasto–. Otro poquito… ¿sí?
—No podemos, amor –la levanta–. Papi está al llegar y sabes cómo le disgusta no encontrarnos en casa.

La niña consiente. Recuerda los gritos de su padre, los trastos rotos, la violencia. Se abraza a ella y ve el moretón marcado en el hombro de su madre. Le da un beso para aliviarla un poco, mientras su bello refugio se diluye.