Antes del mar
Todas las tardes, el anciano se sentaba frente al mar con una fotografía amarillenta, también de cara al mar, a su lado.
—Hace un poco de frío, Marta, pero el solcito está lindo, ¿no? —decía, y posaba una mano, a forma de abrazo, sobre el marco de la imagen.
A veces, el viejo agarraba la foto y caminaba hasta el borde mismo del agua, porque, según él, ella se lo pedía, y se quedaba allí, conversando con los recuerdos, como un árbol conversa con los pájaros.
Yo, para descansar de mi hábito de correr, solía sentarme junto a la pareja. La primera vez que lo hice, el viejo se molestó y no me devolvió el saludo. Pero, unos minutos después, me dijo:
—Marta acaba de regañarme por maleducado. Disculpe, usted, joven. ¡Buenas tardes!
—¡Buenas tardes! —le volví a decir, sonriendo, y nos demoramos casi una hora charlando.
Cada tanto intervenía en la conversación Marta, que estaba al día con las noticias, ya que por las mañanas, entre mate y mate, el viejo le leía los diarios. Lo más curioso, no obstante, era que ella y yo coincidimos en nuestro gusto por Nino Bravo; gusto que en mi caso heredé de mi abuela. Al cabo, cuando me puse de pie, el viejo me dijo:
—Marta quiere saber si mañana también puede detenerse un ratito a conversar… que a mí, dice, me hace bien.
Ese pedido desde la soledad me dio pena y no pude negarme.
Así, entre charla y charla, se nos fueron tres meses, hasta que el viernes pasado hallé al pobre viejo sin vida. Tenía una mano posada sobre el marco de la foto, pero en la foto, Marta, permítaseme la cita, brillaba por su ausencia. Entonces, perplejo, aparté la vista y descubrí a aquella pareja de jóvenes que, antes de meterse al mar, me saludaba afectuosamente.
—Hace un poco de frío, Marta, pero el solcito está lindo, ¿no? —decía, y posaba una mano, a forma de abrazo, sobre el marco de la imagen.
A veces, el viejo agarraba la foto y caminaba hasta el borde mismo del agua, porque, según él, ella se lo pedía, y se quedaba allí, conversando con los recuerdos, como un árbol conversa con los pájaros.
Yo, para descansar de mi hábito de correr, solía sentarme junto a la pareja. La primera vez que lo hice, el viejo se molestó y no me devolvió el saludo. Pero, unos minutos después, me dijo:
—Marta acaba de regañarme por maleducado. Disculpe, usted, joven. ¡Buenas tardes!
—¡Buenas tardes! —le volví a decir, sonriendo, y nos demoramos casi una hora charlando.
Cada tanto intervenía en la conversación Marta, que estaba al día con las noticias, ya que por las mañanas, entre mate y mate, el viejo le leía los diarios. Lo más curioso, no obstante, era que ella y yo coincidimos en nuestro gusto por Nino Bravo; gusto que en mi caso heredé de mi abuela. Al cabo, cuando me puse de pie, el viejo me dijo:
—Marta quiere saber si mañana también puede detenerse un ratito a conversar… que a mí, dice, me hace bien.
Ese pedido desde la soledad me dio pena y no pude negarme.
Así, entre charla y charla, se nos fueron tres meses, hasta que el viernes pasado hallé al pobre viejo sin vida. Tenía una mano posada sobre el marco de la foto, pero en la foto, Marta, permítaseme la cita, brillaba por su ausencia. Entonces, perplejo, aparté la vista y descubrí a aquella pareja de jóvenes que, antes de meterse al mar, me saludaba afectuosamente.
Anubis
09 de August de 2018 / 04:23
09 de August de 2018 / 04:23
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