Los miro recorrer la playa, van tomados de la mano. Es una mañana limpia. Ella maquillada con la luz del sol, él dejándose abrazar por la brisa. Pasos lentos en la arena blanca que se refrescan con la saliva que el mar dejó. Disfrutan del paisaje que los envuelve, sus ojos se sumergen en la inmensidad del mar, sus pensamientos son la continuidad del azul del cielo. No hay más mundo que el de él y ella. Pero de pronto algo pasa, él voltea hacia donde estoy, y mientras me mira también mira a ese otro cuya mirada está delante de la mía. Él y ella comienzan a huir. Se pierden entre la indiferencia de los playistas. Sus siluetas se vuelven apenas perceptibles. Tengo la certeza de que ese otro los siguió mirando, de que supo bien adónde iban, de que nada fue fortuito. Por un momento yo también siento ganas de escapar, no sé bien por qué, siempre que los miro huir pasa. Ellos huyen de ese otro y yo huyo de su huida. Arrojo las fotos a la caja, las sepulto con violencia, es mi forma de escapar.
Esa noche ella y él fueron encontrados muertos en una habitación de hotel. Ella, según me dicen, fue mi madre; él, alguien que sin duda la amaba; el otro, alguien que no pudo soportarlo: mi supuesto padre. Yo, ya no sé quién soy, pero las personas que a veces me visitan en este sitio me recuerdan con frecuencia que también maté, y no puedo saber si se refieren al hecho de que soy incapaz de cesar de matarlos cada vez que me asomo de nueva cuenta a las fotos.

Luciano Arrerges
14 de November de 2017 / 08:00
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Mónica Brasca
 

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