Cuando despertó, la ciudad seguí ahí. Partiendo de la cola, atravesando el lomo y el escamoso cuello hasta llegar a la coronilla, le habían engrapado una línea férrea por donde corría el tren. De su boca entreabierta habían extraído los dientes para transformarlos en los cimientos de las viviendas, la escuela y el monasterio, allá en la cima de la ventosa nariz. De la profunda rugosidad de sus patas brotó un jardín de palmas y cocoteros. Pero después de la primera sacudida del dinosaurio, no quedaron ni edificios ni personas ni cultivos. Molesto, se hundió en el mar llevándose a cuestas a Monterroso, quien, aferrado al largo cuello, soñaba con explotar los terrenos aún sin urbanizar, ganados a su creación más famosa.
Mónica Brasca
03 de November de 2017 / 16:13
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