Hacía años que escribía en el mismo bar.
Casi religiosamente llegaba por las tardes con su block y sus lápices.
Ocupaba la misma mesa junto a la ventana porque nadie que llegara antes hubiera osado hacerlo. Por otro lado, eran escasos los parroquianos del bar tradicional en estas épocas de neones y diseños futuristas.
El dueño, gallego, de aquellos que después de cuarenta años continuaba manteniendo el acento, decía que luego de su muerte cerraría el bar pero que su fantasma se ocuparía de bajar por ultima vez la cortina.
Lo único que se modificaba en el local era el personal, mejor dicho el único mozo que atendía todo. Estos eran jóvenes que cuando ubicaban otro lugar mas frecuentado emigraban, aquí las propinas eran escasas.
El escritor se llamaba Juan.
Entraba, daba la mano al gallego, comentaba el tiempo y ocupaba su lugar.
El mozo de turno se acerca.
- Buenas tardes Don Juan, ¿qué le sirvo?.
- Lo de siempre Emilio, lo de siempre.
Este ultimo mozo se llamaba Emilio.
Sentarse a esa mesa tenia sus ventajas, era la que recibía mejor luz, en verano entraba por la ventana abierta una brisa, en invierno por mas de una hora recibía un poco de tibio sol. Además estaba el árbol, allí en la vereda. Añoso casi como él, quizás un poco vencido, ¡bueno, tantos años!. El escritor lo sentía como su alter ego vegetal. El árbol daba aun escasas flores; el escritor producía aun algunos buenos relatos. Ahora hace tiempo, ¿meses?, estaba escribiendo una novela. Todavía no tenia titulo, pero versaba sobre anfibios.
Era un obsesivo de las formas, rehacía una y otra vez la frase, siempre había escrito así. Ora quitaba un adjetivo ora lo volvía a colocar, quizás reemplazaba por otro mas afortunado.
- ¿Lo de siempre Don Juan?
- Sí Emilio, lo de siempre.
Con las puntuaciones ocurría lo mismo, las comas iban y venían y en esa mazurca claro, arrastraban las palabras y cambiaban los sentidos. Así todo recomenzaba.
Ni decir que ocurría con los puntos, las comillas y guiones, las benditas punto y coma, ¡siempre tan dubitativas!, Que sí, que no, ¡Ay!.
El gallego prendía las luces solo cuando era necesario, o sea cuando la naturaleza dejaba de hacerlo. El escritor siempre tuvo buena vista, jamás necesito de anteojos.
Emilio si usaba, pequeños de montura de metal, le daban un aire lejanamente intelectual. Esa tarde que los clientes eran escasos, tal vez de aburrido, estaba parado a prudencial distancia de la única mesa ocupada y miraba como se producía la magia negro sobre blanco. Respetuosamente, muy respetuosamente.

Los vaivenes del proceso creativo producían sus cadáveres, sus detritos, sus marginaciones.
Como jamás tachaba (no se hubiera permitido esa desprolijidad), ni usaba goma para excluir una palabra, hubo veces que la hoja del pequeño block era doblada prolijamente en cuatro y una nueva cuartilla retomaba la idea, pero purificada. La excomulgada era aprisionada por el cenicero que se usaba para este fin.
Había otras exclusiones invisibles, aquel vocablo impropio, la interjección que no cuajaba, la frase entera que no formaba parte del conjunto destacándose obscenamente como si estuviera desnuda, ideas que no llegaban a escribirse pero eran desechadas, así se iban amontonando al costado de la mesa, pendían como glicinas colgadas de sus patas, quizás resbalaban por el borde la ventana y alguna, ¡infeliz!, era barrida por una ráfaga y se enredaba en la vereda con las hojas del otoño.
- ¡Hasta mañana Don Juan!.

Ese mes de agosto trajo los fríos de la desesperanza, junto con ellos llego una bronquitis y con ésta un involuntario retiro creativo.
¡Que pena!. Ya estaba terminando la novela. Ya estaba seguro del titulo.
Esa noche hubo un fuerte temporal, tanto que algunos árboles perecieron y cayeron desgajados. Eran signos.

Días después, una mañana fría pero de sol tímido se animo a salir hasta el bar.
Se sentó como siempre a su mesa. Puso sobre ella su block, sus lápices y esbozo una sonrisa tierna.
A su espalda oyó la voz conocida.
- ¡Hombre!, Me alegro de verle. ¿Qué le sirvo? ¿Lo de siempre?
Giro la cabeza y vio el gallego que salía de los baños secándose las manos.
- Sí, lo de siempre.
La taza de café se acercaba, humeaba como deben de hacerlo las puertas del infierno. El gallego la deposita sobre la mesa con delicadeza, como si fuera un cáliz.
- ¿Por qué esta Usted. sirviendo? ¿Y Emilio?.
- Ya no trabaja aquí. Que ha ganado un premio de literatura y se ha ido a España. Le he dicho que vaya a visitar mi pueblo. ¿Sabia Usted. que era escritor?
Dakiny
21 de August de 2022 / 20:44
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Dakiny
 

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