De pronto, ante la mirada de incredulidad de sus dos ayudantes, el alguacil rompió en llanto frente al cadáver del escurridizo asesino que por tanto tiempo había asolado la región. Durante diez años siguió sus pasos hasta que logramos acorralarlo y que él le diera fin cuando se bajó los pantalones para obrar detrás de un árbol. Sintió que un gran abismo se abría a sus pies y que le esperaba el infierno por lo que acababa de hacer. Se arrepintió de matarlo. Un buen susto habría sido suficiente para asegurar que tendría en qué ocuparse hasta que llegara el momento de su jubilación
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Aida López Sosa
 

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