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El microrrelato. Teoría e historia
La mirada del narrador
por José María Merino
1 septiembre 2007
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La invención verbal brevísima es seguramente tan antigua como la ficción –es decir, tan vieja como nuestra especie– y por escrito ya aparece en los imaginarios hindú, chino y egipcio. En España, en Calila e Dimna (1265), que llega al castellano desde el persa a través del árabe, hay estupendos relatos de poca extensión, y a lo largo de los siglos posteriores, sin hablar de la fábula ni del aforismo, se multiplican las colecciones de relatos muy cortos de autores como Juan Timoneda, Luis Zapata de Chaves, Esteban de Garibay, Juan de Arguijo o Bernardino Fernández de Velasco, además de algunos libros misceláneos proscritos inquisitorialmente, como Jardín de flores curiosas, de Antonio de Torquemada. Sin duda, tales colecciones buscaban esa «sobremesa y alivio de caminantes» que proclama Timoneda en uno de sus libros, y se adscribían al entretenimiento instantáneo, fácilmente comunicable, fomentado por medio de anécdotas chistosas, pintorescas o fabulosas. A principios del siglo xx, y en el ámbito hispánico, uno de los primeros escritores que recuperan el gusto por el texto breve es Rubén Darío, precursor en tantas cosas, aunque desde una perspectiva de creación que no tiene ya el gusto directo por el chiste o la anécdota divertida o chocante. A partir de entonces, el cultivo de este tipo de texto sintético, entre lo extravagante, lo misterioso y lo poético, empieza a tener relevancia en el mundo hispanoamericano. Leopoldo Lugones, Julio Torri, Jorge Luis Borges, Augusto Monterroso, Juan José Arreola, Julio Cortázar o Marco Denevi, por no citar sino unos cuantos nombres, sirven de referencia para una manera de escribir textos de muy poca extensión, intensos y significativos en su lenguaje y trama, que apuntan, no tanto el renacimiento de aquellas breves prosas antiguas, sino la aparición de un género de naturaleza peculiar, diferente, propio de la modernidad.
Hasta finales del siglo xx, en el espacio de la lengua española y en torno a este tipo de invención literaria, para el que los especialistas no han encontrado todavía hoy un nombre definitivo –microcuento, minificción, microrrelato, relato instantáneo, vertiginoso, ultracorto, hiperbreve, ficción súbita, textículo y otras varias denominaciones se le atribuyen–, fue en los países hispanoamericanos donde la intensidad del cultivo pareció determinar también su exclusividad, y los antólogos que se acercaron a este campo parecían reconocer solamente la obra de los autores latinoamericanos. Sin embargo, en España habían practicado el género hasta la Guerra Civil Juan Ramón Jiménez, Ramón Gómez de la Serna y Max Aub, por lo menos, y en la segunda mitad del siglo han ido apareciendo bastantes autores que también lo han atendido. En la actualidad, aunque la producción de relatos muy breves es abundantísima en todo el mundo de habla española, su misma brevedad es también su servidumbre mayor, pues facilita, o estimula, la escritura de demasiados textos inertes que, con el pretexto o la coartada de la pequeña extensión y de su naturaleza escurridiza, aparecen publicados sin que en ellos se produzca el movimiento dramático que debería ser característica central de cualquier espécimen que quiera formar parte del mundo narrativo. Por otra parte, el microrrelato, que no debe ser la sinopsis de un relato mayor, suele tener puntos en común con el viejo apólogo y con ciertas formas poemáticas, de manera que no resulta fácil establecer claramente cuáles deberían ser sus requisitos sustativos.
Aunque desde la vertiente española hay estudiosos que llevan analizando el género varios años (citaré por lo menos a los profesores Irene Andrés-Suárez y Fernando Valls), El microrrelato. Teoría e historia, del profesor argentino David Lagmanovich, autor de una amplia obra de crítica literaria y también poeta y escritor de ficciones, es la primera aproximación de envergadura al fenómeno, con la pretensión de marcar unas elementales estipulaciones canónicas con rigor exento de dogmatismo, y con un planteamiento abarcador de todas las creaciones en lengua española, sin establecer cotos según las fronteras políticas ni las correspondientes orillas del océano. Todo ello supone una formulación novedosa, tanto en lo teórico como en lo recopilador. Hay que señalar que este libro ha estado precedido por otro del mismo autor, La otra mirada. Antología del microrrelato hispánico (2005), publicado por el mismo editor, Menoscuarto, en una colección dirigida por el citado profesor Valls, que a estas alturas ofrece uno de los catálogos sobre el cuento literario más escogidos de nuestro panorama editorial.
La mirada del narrador
por José María Merino
1 septiembre 2007
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La invención verbal brevísima es seguramente tan antigua como la ficción –es decir, tan vieja como nuestra especie– y por escrito ya aparece en los imaginarios hindú, chino y egipcio. En España, en Calila e Dimna (1265), que llega al castellano desde el persa a través del árabe, hay estupendos relatos de poca extensión, y a lo largo de los siglos posteriores, sin hablar de la fábula ni del aforismo, se multiplican las colecciones de relatos muy cortos de autores como Juan Timoneda, Luis Zapata de Chaves, Esteban de Garibay, Juan de Arguijo o Bernardino Fernández de Velasco, además de algunos libros misceláneos proscritos inquisitorialmente, como Jardín de flores curiosas, de Antonio de Torquemada. Sin duda, tales colecciones buscaban esa «sobremesa y alivio de caminantes» que proclama Timoneda en uno de sus libros, y se adscribían al entretenimiento instantáneo, fácilmente comunicable, fomentado por medio de anécdotas chistosas, pintorescas o fabulosas. A principios del siglo xx, y en el ámbito hispánico, uno de los primeros escritores que recuperan el gusto por el texto breve es Rubén Darío, precursor en tantas cosas, aunque desde una perspectiva de creación que no tiene ya el gusto directo por el chiste o la anécdota divertida o chocante. A partir de entonces, el cultivo de este tipo de texto sintético, entre lo extravagante, lo misterioso y lo poético, empieza a tener relevancia en el mundo hispanoamericano. Leopoldo Lugones, Julio Torri, Jorge Luis Borges, Augusto Monterroso, Juan José Arreola, Julio Cortázar o Marco Denevi, por no citar sino unos cuantos nombres, sirven de referencia para una manera de escribir textos de muy poca extensión, intensos y significativos en su lenguaje y trama, que apuntan, no tanto el renacimiento de aquellas breves prosas antiguas, sino la aparición de un género de naturaleza peculiar, diferente, propio de la modernidad.
Hasta finales del siglo xx, en el espacio de la lengua española y en torno a este tipo de invención literaria, para el que los especialistas no han encontrado todavía hoy un nombre definitivo –microcuento, minificción, microrrelato, relato instantáneo, vertiginoso, ultracorto, hiperbreve, ficción súbita, textículo y otras varias denominaciones se le atribuyen–, fue en los países hispanoamericanos donde la intensidad del cultivo pareció determinar también su exclusividad, y los antólogos que se acercaron a este campo parecían reconocer solamente la obra de los autores latinoamericanos. Sin embargo, en España habían practicado el género hasta la Guerra Civil Juan Ramón Jiménez, Ramón Gómez de la Serna y Max Aub, por lo menos, y en la segunda mitad del siglo han ido apareciendo bastantes autores que también lo han atendido. En la actualidad, aunque la producción de relatos muy breves es abundantísima en todo el mundo de habla española, su misma brevedad es también su servidumbre mayor, pues facilita, o estimula, la escritura de demasiados textos inertes que, con el pretexto o la coartada de la pequeña extensión y de su naturaleza escurridiza, aparecen publicados sin que en ellos se produzca el movimiento dramático que debería ser característica central de cualquier espécimen que quiera formar parte del mundo narrativo. Por otra parte, el microrrelato, que no debe ser la sinopsis de un relato mayor, suele tener puntos en común con el viejo apólogo y con ciertas formas poemáticas, de manera que no resulta fácil establecer claramente cuáles deberían ser sus requisitos sustativos.
Aunque desde la vertiente española hay estudiosos que llevan analizando el género varios años (citaré por lo menos a los profesores Irene Andrés-Suárez y Fernando Valls), El microrrelato. Teoría e historia, del profesor argentino David Lagmanovich, autor de una amplia obra de crítica literaria y también poeta y escritor de ficciones, es la primera aproximación de envergadura al fenómeno, con la pretensión de marcar unas elementales estipulaciones canónicas con rigor exento de dogmatismo, y con un planteamiento abarcador de todas las creaciones en lengua española, sin establecer cotos según las fronteras políticas ni las correspondientes orillas del océano. Todo ello supone una formulación novedosa, tanto en lo teórico como en lo recopilador. Hay que señalar que este libro ha estado precedido por otro del mismo autor, La otra mirada. Antología del microrrelato hispánico (2005), publicado por el mismo editor, Menoscuarto, en una colección dirigida por el citado profesor Valls, que a estas alturas ofrece uno de los catálogos sobre el cuento literario más escogidos de nuestro panorama editorial.
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