La diminuta mujer camina como dando saltos cortos y rápidos. El dolor de sus pies vendados y deformes es una tortura. Nadie sabe que trabajó para Madama Ohurí, quien yace muerta en la casa de geishas gracias a una herida abierta con un finísimo paraguas. La mujercita llora mientras el blanco maquillaje de su cara se corre. Sostiene en una mano el parasol, con el que cometió su crimen y que contemplado desde lo alto de la colina, parece un punto negro que se va recorriendo entre la muchedumbre como marcando espacios decimales.
Daniela Truman
25 de May de 2017 / 20:03
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