De chica mi abuela me llevaba a un bosquecito cercano a abrazar los árboles. Aseguraba que transmiten energía de la madre Tierra y nos ayudan a enfrentar la vida. Sigo haciéndolo cada vez que estoy triste. Ahora me aferro al poder sanador de un viejo roble. Él conoce mi desasosiego. Parece que inclinara su copa para cobijarme y me rodeara con sus ramas protectoras. Lloro, y mis lágrimas se confunden con las gotas de melaza que emanan del tronco. Le entrego mis pesares y él me abraza con una fuerza desmedida. Quiero apartarme, pero me aprieta más y más. No percibo el suelo cubierto de hojas bajo mis pies, pierdo el equilibrio. Su asfixiante corteza me absorbe y me fundo en el torrente de su savia. Ya no siento miedo ni angustia. Ni nada.
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Carmen Simón
 

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