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EL CRIMEN PERFECTO, JEAN BAUDRILLARD
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Baudrillard
Baudrillard
¿Cuál es el crimen perfecto que se anuncia en el título? El asesinato de la realidad, su desaparición irreversible: “la realidad ha sido expulsada de la realidad”, se nos dice. ¿Por qué es perfecto? Porque no deja huellas. No hay cuerpo del delito, dado que el cadáver de la realidad ha sido cubierto con un simulacro que bloquea cualquier posibilidad de desvelamiento. Es como si la realidad fuera una aguja, no escondida en un pajar, sino en un inmenso montón de agujas. Ya no podemos distinguirla: hay demasiada realidad a nuestro alrededor. Baudrillard lo dice de este modo: “Vivimos en un mundo en el que la más elevada función del signo es hacer desaparecer la realidad y enmascarar al mismo al mismo tiempo esa desaparición. El arte no hace hoy otra cosa. Los media no hacen hoy otra cosa. Por eso están condenados al mismo destino”.
Baudrillard es inteligente, ácido, desencantado, radical y muy divertido. Su lucidez (incluso en sus momentos más confusos, cuando sólo su inteligencia le permite sostener su discurso), parece la amarga y jocosa lucidez de un viajero del tiempo que acaba llegar de un futuro distante y no trae buenas noticias. Por eso uno no puede descartar sus ideas como si fueran las ideas de un viejo cascarrabias, sino que se ve obligado a prestarles atención y a permitir que lentamente entren en contacto con su propia visión del mundo. La pregunta es, ¿qué queda de esto? ¿Cuál es el resultado de entrar en contacto con las ideas de Baudrillard? La respuesta es la última frase de este libro: “Si el pensamiento fracasa en no ser nada, quedará algo”. Claro que en muchos puntos, Baudrillard es muy poco específico y, de hecho, juega todo el tiempo con cierta ambigüedad traviesa, como si conociera los puntos flacos de su propio pensamiento y fuera capaz de decidir eludirlos y de invitar al lector a hacer lo mismo. Sus ideas pueden resultar fascinantes, pero a veces uno las encuentra prendidas como del aire. Y entonces uno puede seguirlo por intuición más que por razonamiento, a la espera de chispazos de comprensión, como si se abrieran y cerraran puertas todo el tiempo, y algunas habitaciones estuvieran a oscuras; otras, en penumbras; otras, absolutamente iluminadas.
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Entre los conceptos esenciales que maneja este libro se encuentra la distinción entre ilusión y simulacro. Pues bien, si la realidad no existe (algo por lo que según Baudrillard bien podríamos dar gracias), tenemos que entender que la ilusión no es otra cosa que la única forma que el mundo, el cosmos, el universo (como queramos llamarlo), tiene de manifestarse ante nosotros. En un mundo dominado por la ilusión, sin embargo, teníamos oportunidades. Podíamos ir contra la alienación, y esa lucha producía sus propias ilusiones y sus propios sentidos, a veces bellos, absurdos, brillantes, conmovedores o patéticos, pero eran huellas, éramos nosotros, éramos sujetos o teníamos la posibilidad de serlo (según Michaux, el artista es aquel que se resiste con todas sus fuerzas a la pulsión fundamental de no dejar huellas). Pero, ¿qué ocurre cuando el simulacro sustituye a la ilusión? Lo que ocurre es que creemos vivir en un mundo objetivo: “Podíamos afrontar la irrealidad del mundo como espectáculo, pero nos hallamos indefensos ante la extrema realidad de este mundo, ante esta perfección virtual. De hecho, estamos más allá de cualquier desalienación”. Porque el simulacro producido por nuestra técnica extrema produce, a su vez, la realidad. Ya no una ilusión de realidad, sino una realidad que pretende y exige para sí el valor de la existencia llana e indudable. Y ahora pienso en una frase del Director Técnico portugués, Joao Mourinho: “El fútbol es más hermoso en HD”. Y ahora, en una valla publicitaria de la empresa de televisión satelital, DirecTV, en la que se ve a un niño pie delante de un televisor enorme y resplandeciente, y debajo puede leerse este slogan: “Llegó la experiencia que lo cambia todo”. Pensemos por un instante en estas frases de un modo no ingenuo, me refiero a que pensemos en ellas como en manifestaciones aparentemente inocuas de un mundo que pretende mostrarse a sí mismo como algo real, de hecho, como algo absolutamente real. Dice Baudrillard que en este tiempo “la imagen ya no puede imaginar lo real, porque ella misma lo es”. ¿A qué distancia de esta aseveración situamos el slogan de DirecTV? Respuesta: a ninguna, están una encima de la otra. La imagen reclama el status de la experiencia, desplazándola. En tanto, nosotros estamos obligados a pensar profundamente en esto, pensar en qué modo la producción y reproducción de la realidad a través de los medios (propiciada por la tecnología llevada a sus límites), está afectando nuestras nociones más profundas como individuos, nuestra percepción de nosotros mismos y de los demás, nuestra sensibilidad, nuestra forma de estar en el mundo, de existir.
El crimen perfecto habría consistido en inventar un mundo sin fallos y retirarse de él sin dejar huellas (…) detrás de sus dobles y sus prótesis (…) El ser humano aprovecha para desaparecer. Como el contestador automático. “Estamos fuera. Deje un mensaje…”.
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¿Qué pasará con los residuos de lo real cuando prácticamente todo haya sido ocupado por su simulacro? Pienso ahora en cierto ensayo de Zadie Smith que dice algo parecido a esto: en la era de la reproducción mecánica, Walter Benjamin profetizó que un cuadro como la Gioconda perdería su aura: cuantas más postales hagamos de ella, más desaparecerá. Pero se equivocó: resultó que la lógica erótica del capital actuó en sentido inverso. Su aura de autenticidad aumentó. Así pues, ¿qué pasa con, digamos, el aura de autenticidad del “miedo” cuando has visto a mil mujeres gritar por televisión? La respuesta da pavor: estamos tan insensibilizados por la monótona repetición televisiva de todas nuestras emociones humanas que hemos comenzado a convertir en fetiche los sentimientos “reales”, sobre todo el dolor real. Hasta aquí, el parafraseo. Tenemos que preguntarnos por qué. Por qué hemos construido este mundo, un mundo que ya no necesita de nuestra participación activa para reproducirse, sólo necesita de nuestra energía.
Baudrillard no es reconfortante. Supongo que en un mundo lleno de posibilidades de ser reconfortados, podemos eximir a los filósofos de esa tarea. Sin embargo, lo que podría ser tomado por un mensaje tan lúgubre como “todo es irreversible” es, al final, un desafío, un estímulo. Porque si Baudrillard de verdad pensara que todo esto es irreversible y que no hay esperanza para los sujetos (quiero decir que no hay esperanza para las personas de convertirse en sujetos), ¿para qué escribir? ¿Para qué poner en un libro unas cuantas ideas que son, en definitiva, herramientas para nuestra propia construcción como sujetos? Y, si no, díganme si al leer el próximo fragmento no los asalta, junto con el desasosiego, un fuerte deseo de aspirar, de ser capaces de aspirar, a la utopía máxima.
Ya no tenemos los medios para parar los procesos, que ahora se desarrollan sin nosotros, más allá de la realidad, en cierta manera, en una especulación sin fin, en una aceleración exponencial. Pero, de golpe, en una indiferencia también exponencial (…) Historia sin deseo, sin pasión, sin tensión, sin acontecimiento auténtico, en la que el problema ya no es cambiar la vida (que era la utopía máxima), sino sobrevivir (que es la utopía mínima).
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Calificación: muy bueno.
Título original: Le crime parfait (1995)
Traductor: Joaquín Jordá
Editorial Anagrama, Barcelona, 2009.
ISBN: 978-84-339-0531-4
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Publicado el octubre 9, 2013
Publicado en Jean Baudrillard
NAVEGADOR DE ARTÍCULOS
Dublineses, James Joyce
Sultanes del ritmo, Leonardo Oyola.
UN COMENTARIO SOBRE “EL CRIMEN PERFECTO, JEAN BAUDRILLARD”
magdalena dice:
octubre 28, 2014 a las 9:10 pm
EXCELENTE.-
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¿Cuál es el crimen perfecto que se anuncia en el título? El asesinato de la realidad, su desaparición irreversible: “la realidad ha sido expulsada de la realidad”, se nos dice. ¿Por qué es perfecto? Porque no deja huellas. No hay cuerpo del delito, dado que el cadáver de la realidad ha sido cubierto con un simulacro que bloquea cualquier posibilidad de desvelamiento. Es como si la realidad fuera una aguja, no escondida en un pajar, sino en un inmenso montón de agujas. Ya no podemos distinguirla: hay demasiada realidad a nuestro alrededor. Baudrillard lo dice de este modo: “Vivimos en un mundo en el que la más elevada función del signo es hacer desaparecer la realidad y enmascarar al mismo al mismo tiempo esa desaparición. El arte no hace hoy otra cosa. Los media no hacen hoy otra cosa. Por eso están condenados al mismo destino”.
Baudrillard es inteligente, ácido, desencantado, radical y muy divertido. Su lucidez (incluso en sus momentos más confusos, cuando sólo su inteligencia le permite sostener su discurso), parece la amarga y jocosa lucidez de un viajero del tiempo que acaba llegar de un futuro distante y no trae buenas noticias. Por eso uno no puede descartar sus ideas como si fueran las ideas de un viejo cascarrabias, sino que se ve obligado a prestarles atención y a permitir que lentamente entren en contacto con su propia visión del mundo. La pregunta es, ¿qué queda de esto? ¿Cuál es el resultado de entrar en contacto con las ideas de Baudrillard? La respuesta es la última frase de este libro: “Si el pensamiento fracasa en no ser nada, quedará algo”. Claro que en muchos puntos, Baudrillard es muy poco específico y, de hecho, juega todo el tiempo con cierta ambigüedad traviesa, como si conociera los puntos flacos de su propio pensamiento y fuera capaz de decidir eludirlos y de invitar al lector a hacer lo mismo. Sus ideas pueden resultar fascinantes, pero a veces uno las encuentra prendidas como del aire. Y entonces uno puede seguirlo por intuición más que por razonamiento, a la espera de chispazos de comprensión, como si se abrieran y cerraran puertas todo el tiempo, y algunas habitaciones estuvieran a oscuras; otras, en penumbras; otras, absolutamente iluminadas.
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Entre los conceptos esenciales que maneja este libro se encuentra la distinción entre ilusión y simulacro. Pues bien, si la realidad no existe (algo por lo que según Baudrillard bien podríamos dar gracias), tenemos que entender que la ilusión no es otra cosa que la única forma que el mundo, el cosmos, el universo (como queramos llamarlo), tiene de manifestarse ante nosotros. En un mundo dominado por la ilusión, sin embargo, teníamos oportunidades. Podíamos ir contra la alienación, y esa lucha producía sus propias ilusiones y sus propios sentidos, a veces bellos, absurdos, brillantes, conmovedores o patéticos, pero eran huellas, éramos nosotros, éramos sujetos o teníamos la posibilidad de serlo (según Michaux, el artista es aquel que se resiste con todas sus fuerzas a la pulsión fundamental de no dejar huellas). Pero, ¿qué ocurre cuando el simulacro sustituye a la ilusión? Lo que ocurre es que creemos vivir en un mundo objetivo: “Podíamos afrontar la irrealidad del mundo como espectáculo, pero nos hallamos indefensos ante la extrema realidad de este mundo, ante esta perfección virtual. De hecho, estamos más allá de cualquier desalienación”. Porque el simulacro producido por nuestra técnica extrema produce, a su vez, la realidad. Ya no una ilusión de realidad, sino una realidad que pretende y exige para sí el valor de la existencia llana e indudable. Y ahora pienso en una frase del Director Técnico portugués, Joao Mourinho: “El fútbol es más hermoso en HD”. Y ahora, en una valla publicitaria de la empresa de televisión satelital, DirecTV, en la que se ve a un niño pie delante de un televisor enorme y resplandeciente, y debajo puede leerse este slogan: “Llegó la experiencia que lo cambia todo”. Pensemos por un instante en estas frases de un modo no ingenuo, me refiero a que pensemos en ellas como en manifestaciones aparentemente inocuas de un mundo que pretende mostrarse a sí mismo como algo real, de hecho, como algo absolutamente real. Dice Baudrillard que en este tiempo “la imagen ya no puede imaginar lo real, porque ella misma lo es”. ¿A qué distancia de esta aseveración situamos el slogan de DirecTV? Respuesta: a ninguna, están una encima de la otra. La imagen reclama el status de la experiencia, desplazándola. En tanto, nosotros estamos obligados a pensar profundamente en esto, pensar en qué modo la producción y reproducción de la realidad a través de los medios (propiciada por la tecnología llevada a sus límites), está afectando nuestras nociones más profundas como individuos, nuestra percepción de nosotros mismos y de los demás, nuestra sensibilidad, nuestra forma de estar en el mundo, de existir.
El crimen perfecto habría consistido en inventar un mundo sin fallos y retirarse de él sin dejar huellas (…) detrás de sus dobles y sus prótesis (…) El ser humano aprovecha para desaparecer. Como el contestador automático. “Estamos fuera. Deje un mensaje…”.
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¿Qué pasará con los residuos de lo real cuando prácticamente todo haya sido ocupado por su simulacro? Pienso ahora en cierto ensayo de Zadie Smith que dice algo parecido a esto: en la era de la reproducción mecánica, Walter Benjamin profetizó que un cuadro como la Gioconda perdería su aura: cuantas más postales hagamos de ella, más desaparecerá. Pero se equivocó: resultó que la lógica erótica del capital actuó en sentido inverso. Su aura de autenticidad aumentó. Así pues, ¿qué pasa con, digamos, el aura de autenticidad del “miedo” cuando has visto a mil mujeres gritar por televisión? La respuesta da pavor: estamos tan insensibilizados por la monótona repetición televisiva de todas nuestras emociones humanas que hemos comenzado a convertir en fetiche los sentimientos “reales”, sobre todo el dolor real. Hasta aquí, el parafraseo. Tenemos que preguntarnos por qué. Por qué hemos construido este mundo, un mundo que ya no necesita de nuestra participación activa para reproducirse, sólo necesita de nuestra energía.
Baudrillard no es reconfortante. Supongo que en un mundo lleno de posibilidades de ser reconfortados, podemos eximir a los filósofos de esa tarea. Sin embargo, lo que podría ser tomado por un mensaje tan lúgubre como “todo es irreversible” es, al final, un desafío, un estímulo. Porque si Baudrillard de verdad pensara que todo esto es irreversible y que no hay esperanza para los sujetos (quiero decir que no hay esperanza para las personas de convertirse en sujetos), ¿para qué escribir? ¿Para qué poner en un libro unas cuantas ideas que son, en definitiva, herramientas para nuestra propia construcción como sujetos? Y, si no, díganme si al leer el próximo fragmento no los asalta, junto con el desasosiego, un fuerte deseo de aspirar, de ser capaces de aspirar, a la utopía máxima.
Ya no tenemos los medios para parar los procesos, que ahora se desarrollan sin nosotros, más allá de la realidad, en cierta manera, en una especulación sin fin, en una aceleración exponencial. Pero, de golpe, en una indiferencia también exponencial (…) Historia sin deseo, sin pasión, sin tensión, sin acontecimiento auténtico, en la que el problema ya no es cambiar la vida (que era la utopía máxima), sino sobrevivir (que es la utopía mínima).
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Calificación: muy bueno.
Título original: Le crime parfait (1995)
Traductor: Joaquín Jordá
Editorial Anagrama, Barcelona, 2009.
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Publicado el octubre 9, 2013
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Sultanes del ritmo, Leonardo Oyola.
UN COMENTARIO SOBRE “EL CRIMEN PERFECTO, JEAN BAUDRILLARD”
magdalena dice:
octubre 28, 2014 a las 9:10 pm
EXCELENTE.-
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