Aquella luz intensa me hizo abrir los ojos. Vi una cortina blanquísima y detrás, la ventana. Vi el populoso mar y a la gente pequeña, en la playa. Vi un barco que venía de China y un avión que iba a no sé dónde. Vi también una cometa y una nube con forma de tortuga; vi cuando resbalé y cuando empecé a caer. Vi a la mujer de mis sueños, la del piso siete, en brazos de un tipo gordo (siempre me pregunté por qué ellos tienen tanta suerte), vi su alacena abierta y una bolsa de frituras. Vi el entrepiso y el candil del techo en la cocina de un inquilino que es chef. Vi el omelette que preparaba y recordé que aún no había desayunado. Vi un bonsái en un balcón y a una paloma que se asustó a mi paso. Vi un telescopio apuntando al infinito; vi a una chica desnuda en un calendario en la pared del cuarenta y seis y me vi pasar –veloz– en un espejo del tercer nivel. Vi mi pasado transcurrir en un instante y ropa tendida en la ventana del segundo piso. Vi a una pareja discutir por un pollo sin piernas en un plato y una botella de ron, vacía. Vi lo bueno que sería vivir en la planta baja, sin peligro de caer. Vi el suelo y las grietas, tan anchas como el Cañón del Colorado; vi hormigas, vi las estrellas y sentí una infinita lástima. Entonces, recordé a Borges, que dejó huella en la literatura con su cuento, el Aleph. Yo también estampé la mía –muy profunda– en el pavimento.
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