“La luna brillaba intensa y yo estaba allí, inquieta y temerosa ante cada movimiento en la espesura. Pretendía que mis pasos no se escucharan, que los animales salvajes no percibieran mi presencia. Trataba de contener la respiración y que el temblor se aquietara, pero apenas si lo conseguía. Nunca entendí porqué mi madre me había encargado semejante misión al atardecer de un día domingo. Podría haber enviado a mi hermano mayor, pero se dirigió a mí con voz impávida, ordenando que le llevara a la abuela la cesta con vituallas. Me previno, ¡oh sí!, me previno de los peligros del bosque y comencé a rogarle, a suplicarle que no me obligara a ir, pero fue en vano, su gesto de autoridad no tenía retorno”
Así comenzó el relato aquella joven que momentos antes había colgado su abrigo rojo en el perchero de mi consultorio.