Hay un código que permite leer con creciente placer las historias de Daniela Bojórquez: una secreta alianza con el bisonte que se contempla orgulloso en las cuevas de Altamira. Cada relámpago y cada golpe de viento o sacudida de un par de alas en los cuentos de las Lágrimas de Newton remiten a las investigaciones del científico inglés respecto a sus estudios de óptica, a causa seguramente de que la vocación artística de Bojórquez parte de la pasión por la fotografía como una ventana del espíritu humano.
Tal es la naturaleza del detalle y de los instantes que se cumplen en los protagonistas de sus relatos. Porque para la mirada de Bojórquez un volante pegado en un teléfono, una letra perdida en un letrero, la conjunción de dos estatuas, el extremo del cordel de un cometa y otros varios objetos o circunstancias señalan claves fundamentales en la vida de los hombres que pueblan sus historias.
Minuciosamente observados en nuestros comportamientos, registrados no en una lente sino en una página, Lágrimas de Newton revela facetas poco visitadas de nuestro ser: tanto para reconocernos como para desconcertarnos ante gestos que descuidamos de nuestra naturaleza. Ésa es su intención: propiciar un singular encanto, recordar que somos sombras danzantes en las paredes de la caverna, y señalar discretamente dónde está la pasión y la vida.
Bernardo Ruiz
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